El café está vacío en el segundo piso y como el cielo este martes amaneció cubierto de nubes grises, la luz casi no encuentra fuerzas para atravesar las ventanas, por eso lo que hay es una penumbra perezosa a media mañana. Desde abajo, en cambio, asciende la estridencia de la tele, las voces, la radio y hasta el golpe mínimo de los pocillos y las cucharas.
Y sube, también, el olor a café. Y suben ahora, a la penumbra del segundo piso, Melisa y Sebastián. Vienen de la calle gastada por el cielo deslucido de abril, que puede ser este o uno más antiguo todavía. Ajenos a esos asuntos, recuerdan que están cumpliendo por estas horas ocho años de la primera vez que tocaron juntos. Los dos, voz y guitarra, le dieron nombre, destino y canciones, al sentido de sus proyectos una vez unidos en lo que se llama hoy, ocho años después, desde entonces y todavía, Tardeagua.
Llevan y traen música de aquí y de allá, entre Mendoza y Entre Ríos, pero con una bandera de sonidos y palabras propias. Las canciones de Tardeagua suenan en un disco que se llama Intención y volverán a sonar en otro disco por alumbrar. La oportunidad de oírlos una vez más queda cerca, porque están organizando un ciclo de cruce en La Hendija, en el que invitan músicos amigos y hacen sus canciones, por lo menos, una vez al mes.
La comunión entre ellos, que comenzó -piensan ahora- en el momento exacto, da como resultado una potencia abrazadora con el aura de sus paisajes, en un recorrido a la intemperie por las razones sensibles: memoria, imágenes, legados, flores, aromas, río, palabras, amor.
Hay unas raíces profundas y también unas raíces desnudas. Suena raro, pero más o menos es así. Veamos.
Sebastián Narváez es mendocino, hijo de músico y menor de tres hermanos que aprendieron más rápido el manejo de un instrumento que del pie diestro para darle a la pelota. Y eso en una tierra donde el guitarrero comienza tocar y la madrugada se esconde.
Melisa Budini es paranaense, hija de poeta y guitarrero, sobrina nieta de cantor de tangos, nieta de concertista y unas cuantas derivaciones familiares más vinculadas al placer de hacer de la música una razón vital y trascendente.
Sebastián Narváez empezó por el lado del rock progresivo, con sus hermanos y un afán experimental de todos los caminos. De chico, igual, lo había marcado la imagen y el sonido de la guitarra en el festival. Los secretos de la tonada cuyana. Pero no le faltó tocar nada: jazz, clásico, música brasilera, peruana, son cubano. “Me fui a Latinoamérica y profundamente llegué a Mendoza”, define. Como en una vuelta ¿no? una vuelta completa.
Melisa Budini quería cantar con rumbo al cancionero y la música popular, probó estudiando dirección coral, pero no era exactamente eso. Conoció cantantes, se entusiasmó en proyectos vocales, se anotó en cuanto taller de música popular podía encontrar a mano y siguió ensayando, hasta que Carlos Aguirre la invita a participar de su grupo.
“Con él empiezo a viajar y a conocer. El Negro es como una puerta a los caminos”, dice. Justo en un viaje con el Carlos Aguirre Grupo se cruza una rama de los Budini, músicos y guitarreros, provenientes de Mendoza. Ahí, se entera, estaba el corpus académico que andaba buscando: una carrera de música popular en la Universidad Nacional de Cuyo.
Sebastián Narváez se subió a infinidad de escenarios, siempre como acompañante de músicos de gran popularidad en el Cuyo, como Pocho Sosa, todo un emblema de la región. Anduvo varias veces por Cosquín y hasta de cruzada, una noche porteña, terminó acompañando en la guitarra nada menos que a Mercedes Sosa, interpretando Tonada de un viejo amor.
En un viaje interior por los sentidos de Mendoza, a raíz del encuentro con un guitarrista de arrabal, aprendió las diferencias de tocar una tonada aquí y una allá, una en el escenario más distinguido y una en la vereda perdida de las farras. Lo conoció en el canto y en el corazón.
Melisa Budini se instaló en Mendoza para estudiar música popular. Encontró allí ese punto de partida que andaba buscando hace tiempo. A las dos semanas nomás, como recién llegada, fue a un refugio de la canción y encontró algo más definitivo todavía: en el Retontuño tocaba una cantante renombrada en la zona, junto a un guitarrista.
Sebastián Narváez ya era docente en la carrera de música popular, pero se ganaba la vida acompañando cantores con su guitarra experta, en noches donde siempre había alargues, penales, revancha y desquite, con todo su repertorio en la garganta.
Siguiendo la pista de su afán, Melisa Budini, digamos, había puesto toda su atención en la mujer que cantaba. Sin embargo todo cambió después del recital, cuando Sebastián Narváez se acercó a la mesa, apoyó un pie en la silla, abrazó la guitarra y arrancó solo una tonada de esas que inundaban su cancionero innumerable.
“Cuando toca una tonada, lo podes ver”, dice ella ahora y hace un movimiento con las manos, como quien dice de pies a cabeza, aunque en verdad refiere a lo que no se puede ver.
Ahí, digamos, empezó todo: con una tonada.
Más allá del amor y el encuentro que dispara el resto de la historia, volvemos al tema de las raíces. Las que van aferradas a la tierra y las que remontan el aire.
Nació Tardeagua de ese encuentro preciso: ella quería encontrar una expresión propia en el canto y él buscaba los sonidos internos para salir a andar. Pero recién comenzaba el camino y le dieron vuelta a los repertorios que habían transitado y a otros nuevos, a canciones que nadie cantaba y descubrían en la búsqueda incesante. Eso hasta que Melisa se animó a mostrar dos canciones escritas por ella y Sebastián dijo que ahí estaba, era eso, sí señor!, el carozo, el centro, el camino abierto.
Se animaron de a poco, entre temas hermosos pero ajenos, a poner una cuchara propia al pasar y sin decir nada. Un condimento secreto. Funcionaba, el público elogiaba, justamente, ese sabor desconocido. Se fueron animando. Pero tal vez el envión más fuerte se los dio un prócer mendocino: Nolo Tejón. El maestro cuyano los escuchó en su guarida secreta, se emocionó, los animó y les dijo que ese era el repertorio, el auténtico, el único, el que debían tocar, más allá de cualquier invitación a un desvío.
Y eso toca Tardeagua: con letras de Melisa Budini y música de Sebastián Narváez. El ensamble que andaban buscando desde que comenzó la historia. Me lo cuentan en el segundo piso del bar que se despereza casi al mediodía, a la hora de volver a la calle.
Desde septiembre viven y trabajan en Paraná. Sebastián quería salir de la zona conocida en el Cuyo porque cambiar configura todo de nuevo y para Melisa estaba bien volver a su ciudad de otra manera. Eso por ahora ¿no? porque las raíces ya se deslizan en lo profundo y ya se despegan de todo para sentir otra vez la música que tiene el viento.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora