Hay algunos que te dicen:

–Sos loco. ¿Hacer tantos kilómetros para estar dos horas y volverte?

Esas personas, tal vez, sean sensata y tengan algo de razón, pero como dijo el gran escritor Eduardo Sacheri, “no sé cuánto sabrán esas personas de la vida; de lo que estoy seguro es que no saben nada de fútbol”.

El fútbol genera emociones de diferentes modos en las personas.
Uno puede llegar hasta la locura para no perderse un partido de su equipo, del equipo del que es fanático y al cual ama muchas veces más que a la vida misma.

Esto es lo que a muchos nos pasa con Independiente.

Para muchos de nosotros, ir a la cancha y viajar 600 km cada tanto representa algo único y algo que amamos hacer. No nos importa ir sin dormir al trabajo, gastar el poco dinero que hemos juntado y hasta tampoco nos importa, en muchos casos, algún disgusto por parte de nuestros familiares que no aprueban este tipo de actividades.

Los viajes generalmente son de 24 horas.

Primero está la tarea de organizar con algún micro que pueda llevarnos hasta la ciudad de Avellaneda.

También, hay que reservar las entradas para asegurarnos los lugares, que muchas veces no es tarea fácil, más aun cuando queremos presenciar un clásico.

Esta es la parte más fácil o lo parece, porque en realidad lleva varios inconvenientes, como es el hecho de que las entradas no hayan sido reservadas. Se produce una gran incertidumbre por el hecho de no saber si fueron guardadas o no.

Luego de pasar por todo esta burocracia, que en casi todas las ocasiones es molesta y fastidiosa, lo que sigue es esperar la hora de la salida del colectivo para luego finalmente esperar de nuevo y viajar alrededor de seis horas para por fin llegar a Avellaneda.

El viaje comienza y es lo más satisfactorio. Y puede disfrutarse. Uno va cantando, charlando con los de su mismo cuadro, acordándose anécdotas de partidos anteriores, entrando en un clima distendido y ya con la adrenalina subida de tono porque se acerca el momento de entrar al estadio, de verlo repleto de gente, con ansias por ver al equipo saliendo al campo de juego con la roja en la piel.

Una vez que el partido comienza empieza el sufrimiento: que el equipo gane y no defraude, que ya no depende de uno y siempre está esa posibilidad de la temible derrota.

Es diferente comparándolo cuando uno concurre a ver un espectáculo de música. Viaja muchas horas también para permanecer dos horas disfrutando del show musical para luego retornar, pero sabe que dentro de lo razonable es difícil que pase un disgusto o no lo guste lo que va a presenciar.

En un partido de fútbol la derrota está dentro de lo posible o por lo menos esa posibilidad está, puede pasar, cómo no. Por más que el equipo venga bien, puede tener una mala tarde y que el resultado sea negativo.

Todo eso pasó en el último viaje, el 14 de mayo.

Viajamos en grupo para ver el clásico de Avellaneda número 190.

Era un día nublado, rogábamos para la lluvia aguantase hasta que termine el día: el partido estaba programado para las 19.

Eran las 9,45 y el colectivo que nos trasladaría a Avellaneda aún no había llegado: estábamos impacientes y un poco alterados.

Finalmente, a las 10 el micro estuvo y emprendimos el viaje hacia Buenos Aires para llegar a nuestro destino final.

Hicimos sólo dos paradas por el interior de Entre Ríos para buscar a otros hinchas.
Al llegar a la cancha ya se podía percibir el ambiente y lo que sería una gran tarde para nosotros y para toda la familiar del Rojo.

El micro paró donde siempre: en la plaza que está en Alsina y Belgrano. Ahí mismo ya nos estaba esperando Hernán, con las entradas que había tenido que ir a buscar más temprano para asegurarse que todos entremos y que no haya ningún que quedase afuera.

Él tuvo que viajar en auto desde Paraná, más temprano, para asegurar las entradas para todos.

Para nosotros, Independiente es esto: viajar a verlo, presenciar el clima que hay en Avellaneda cada vez que juega el Rojo, ver a la gente con las camisetas puestas.. Y por supuesto, comer alguna bondiolita a la parrilla o hamburguesa, que es algo rutinario y que pocas veces olvidamos hacer.

Al entrar al estadio Libertadores de América nos emocionamos, sentimos como que estamos en nuestra casa, que todo el sacrificio que hicimos valió la pena por estar solamente dos o tres horas ahí, esperando que el partido empiece. Y, si tenemos suerte, podremos gritar un gol y abrazarnos con el que esté cerca, si es un amigo mejor, pero si no poco importa, lo importante es el gol que metió el Rojo, esa gambeta que realizó Meza y dejó parados a toda la defensa de Racing y sentenció el partido, dos a cero y a cobrar diría Sacheri.

Para nosotros, los habitantes de una pequeña ciudad de Argentina, estos es vivir la vida, estos nos gusta hacer. Ir a ver al Rey de Copas, esto es lo que vale la pena, esto es Independiente.

 

 

 

José Armando
Especial para Entre Ríos Ahora.