Hay esperas huecas, esas en las que el latido de la vida cotidiana se detiene. Un freno imperceptible, una resignación aprendida.

Ahí está, ese sitio. La parada del colectivo, ese no lugar tan peculiar: no expulsa, atrapa con sus tentáculos que abrazan vidas corrientes, en tiempos corrientes: un goteo permanente, asfixiante, un tiempo que se escurre como el agua que corre, monótona, sin destino, por el cordón de la calle. Todos van ahí a esperar. Se espera. Siempre.

La existencia queda en pausa. ¿Hasta cuándo? ¿Quién maneja los tiempos?

Este miércoles de julio hay un punto en la geografía de Paraná que no interesa a nadie. Qué pasa en este lugar, quién está en este lugar, qué angustias envuelven a los que están en este lugar.

Las 9 de la noche, una noche quieta, desangelada, rutinaria.

En la esquina de Garay y Buenos Aires hay una garita para esperar el colectivo. Alrededor hay una luz aguachenta; enfrente, el edificio aparatoso del Colegio Nacional, apagado.

La ciudad agota su afán y no queda casi nadie en las calles.

Un chico de 19 recién cumplidos hace más de una hora que espera el colectivo.

No putea, ni rezonga: solo pregunta si por acá pasa el 11.

Lleva una gorra puesta por la que aparecen, desprolijos, mechones prolijamente ubicados. Otra chica, que guapsapea entretenida, pregunta lo mismo. Se fija en el celular. Estira el pescuezo hacia el bajo, algo impaciente.

Desde acá se adivina un badén, una calle oscura y un colectivo que se asoma sin pasión y sin luces. ¿Qué es? Un cajón apagado que avanza con mañosa lentitud.  No se ve. No tiene cartel. Llega. Media cuadra. No. Es el 22.

El enigma se descifra casi en el límite. Ahí está, frente a sus narices. Entonces dos dicen: no, no es el 11, es el 22.

En algún momento, el chico de 19 años recién cumplidos y la chica que guapsapea idean pedirle al chofer del primer colectivo que aparezca que los lleve, los acerque a su destino y que después siga su recorrido habitual. Estaría bueno, ¿no? No.

No hay humor a esta hora entre los choferes. Monosílabos, bisbiseos, ya está, saque la tarjeta.

En un rato llega un colectivo de la Línea 9. Se adivina precario por dentro. Por fuera, hay muchísima certeza.

La chica que guapsapea se arriesga. ¿Este pasa por Juan Báez?, le había preguntado un rato antes a una mujer que esperaba sentada. La mujer contesta, amable: -Va para San Agustín.

La chica que guapsapea, entonces, toma un riesgo. Se sube a ese colectivo, averigua con el chofer si la deja cerca de su destino. Parece que sí. Se da vuelta, sonríe, y se le ilumina el rostro.

«Me voy», alcanza a decir. El que se salva del naufragio: atrapa la tabla, surfea en el agua, se va.

Ya no tendrá que esperar. La suerte, ese miserable gesto del destino, estuvo de su lado. El colectivo que se adivina estropeado se pierde por calle Garay.

El resto queda ahí. Espera.

El chico de los 19 años recién cumplidos se mueve. No parece nervioso, pero ahora él también estira el pescuezo: ese gesto que busca la revancha, la paz espiritual, el colectivo indicado que se acerca.

Lleva más de una hora ahí, en esa vigilia incierta.

En este tiempo de aplicaciones y soluciones tecnologizadas, no hay ningún atajo que acerque una mínima certeza: a qué hora pasa el colectivo, hasta qué momento esperar, cuándo darse por vencidos.

En algún momento el chico de los 19 años recién cumplidos se resigna, esa resignación aprendida: decide caminar siete cuadras y buscar otra parada. Un pescador que mueve la canoa y tira la red en otro sitio, en busca de la pesca del día.

Era ese lugar. La suerte. O el destino. O la hora avanzada de la noche.

Siete cuadras más adelante aparece el colectivo de la Línea 11.

Una iluminación amarreta, una suciedad de oprobio, un colectivo amablemente destartalado.

Llegar a destino. No importa cómo. De eso se trata a veces la vida.

Se sabe: la vida es eso que pasa en las paradas de colectivos. Y la suerte, subirse a un colectivo antes de la medianoche. Aunque en el camino deje jirones, resto de la carrocería.

 

 

Ricardo Leguizamón

De la Redacción de Entre Ríos Ahora