El lunes 7 de mayo, a las 8,30, el tribunal que juzga al cura Justo José Ilarraz por los abusos y corrupción de menores en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, se trasladará hasta la zona del Brete, ingresará por el portón que da a Avenida Don Bosco al 2500 y recorrerá el amplísimo predio, y en particular se detendrá en los sectores donde las siete víctimas denunciantes aseguran que ocurrieron los hechos: la habilitación del sacerdote, los pabellones, las duchas.
Qué pasaba ahí adentro, en el interior del Seminario Nuestra Señora del Cenáculo.
En «Los elegidos», publicado por la revista Anfibia, el periodista Julián Maradeo lo cuenta, a través del testimonio del exseminarista Fabián Schunk.
Aquí, un extracto de esa nota:
«Ninguna noche era cualquier noche en el Seminario Nuestra Señora del Cenáculo. Pasadas las 21, el silencio se volvía espeso. Cualquier chirrido era inquietante. Después de las 23, se abría la puerta del Pabellón, donde dormían unos cuarenta seminaristas separados por una pared de un metro y medio, y entraba un hombre de unos 30 años, de rostro inexpresivo. Era el cura Justo José Ilarraz. El lugar estaba en penumbras, sólo unos focos débiles en las esquinas. En forma metódica, el sacerdote se iba sentando en cada una de las camas, entre las que había una pequeña mesa de luz. En algunas se demoraba un poco más, eran las de sus elegidos. A ellos los acariciaba con fruición. Les exigía silencio mientras su mano recorría el abdomen hasta levantarles el calzoncillo para masturbarlos. Cuando estaban por eyacular, les tapaba la boca y los besaba en los labios. Este es nuestro secreto, decía y pasaba a la siguiente.
Construido sobre una lomada en la zona de quintas de Paraná, en los años ‘80, Nuestra Señora del Cenáculo ofrecía, desde el jardín del frente, una de las mejores vistas nocturnas de la ciudad. Cualquiera que pasaba por la entrada, yendo por avenida Don Bosco, podía ver el camino rodeado de pinos que desembocaba en el seminario.
Fabián Schunk fue un elegido. La primera vez que charlamos telefónicamente, gracias a la mediación del periodista Ricardo Leguizamón, fue en agosto de 2014. Al principio pidió anonimato porque, explicó, “es medio complicado el tema acá. Hay como una persecuta, porque la Iglesia nos dejó solos y nos ignoró”. Por medio de colegas, sabía que cuando trascendieron los nombres de los siete ex seminaristas que se habían atrevido a denunciar a Ilarraz, varios de sus hijos fueron hostigados en las escuelas, muchas de ellas religiosas. Ojo, advirtió Schunk, son casi cincuenta los abusados por Ilarraz, pero más de uno confesó ante las víctimas denunciantes que tienen hijos adolescentes y no quieren que les pregunten si el cura los había penetrado.
A lo largo de dos décadas, Schunk, actualmente profesor de secundario, fue reconstruyendo en su cabeza el sistema que había ideado el cura. A pesar de su voz tranquila, no era difícil notar su indignación con la curia.
—Lo primero que Ilarraz hacía era visitar las casas de los posibles candidatos al Seminario. Visitaba a todos los chicos que estábamos en séptimo grado. Ahí empezaba a conocer a las familias. Cuando ingresábamos al Seminario, seleccionaba las casas con las que seguía manteniendo contacto. Había familias que no visitaba nunca más y familias que visitaba muy seguido. Las visitaba muy seguido porque ya había puesto el ojo en esos chicos.
Los elegidos solían tener una característica en común: eran jóvenes que no superaban los 12 años y provenían de los alrededores de Paraná. Sus familias vivían en la campaña en situación de vulnerabilidad, a veces extrema. Muchos eran hijos de padres violentos y alcohólicos. Todos creyentes. Ser cura era una forma de escapar, una versión entrerriana del ascenso social.
Protegido por el arzobispo Estanislao Karlic, Ilarraz hizo a gusto y antojo lo que quiso en el Seminario Menor de esa diócesis desde mitad de la década del ochenta hasta el comienzo de la siguiente. Pasó de ser quien manejaba el Renault 12 oficial y, a la vez, secretario privado de Karlic, a prefecto de Disciplina. En otras palabras, la ley ante los devotos adolescentes.
—El segundo paso que daba —dice Schunk— era invitar a los chicos a su habitación. Una vez que accedías a ese lugar, empezabas a recibir muchos premios. En ese momento, fines de los ‘80, principios de los ‘90, estábamos en plena crisis. La comida del Seminario no era muy variada y los que accedían a estar con Ilarraz tenían de todo: desde dulces y gaseosas hasta salame y queso. Más allá de eso, había un montón de privilegios, como podía ser comprar zapatillas caras, relojes y ropa. En ese momento, el chico estaba captado del todo.
Pero el grado máximo de privilegio eran los viajes, a los que sólo iban los elegidos. Las travesías por distintos puntos del país e incluso del exterior tenían una finalidad exclusiva: quedarse a solas con los chicos. Por último, el círculo se cerraba con la familia.
—Muchas de nuestras madres rezaban a la imagen de la Virgen, la imagen del Papa y al lado la imagen del cura Ilarraz —dice Schunk.»
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.