–¿Salió?
La mujer esperó que el marido pisara el último escalón de mármol de la escalera que conduce al salón de música.
Entonces, se alejó del grupo de madres, que esperaba junto a la puerta de la dirección de la Escuela Bernardino Rivadavia alguna noticia sobre el futuro de las actividades escolares de sus hijos.
–Fijate.
Tomó el celular en su mano, deslizó el dedo por la pantalla, y entonces ahí sí supo de qué se trataba el desastre.
Ayer por la mañana era incesante el movimiento de padres y madres que subían al primer piso de la Escuela Rivadavia a ver cómo había quedado el salón de música, qué había sido del escenario, de las butacas, del piano, de los amplísimos ventanales, de ese muro que había sido pintado apenas tres años atrás, del telón, de todo eso.

 

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De todo eso, claro, no había quedado nada: sólo restos de madera ennegrecidos, y un olor pesado.
En la puerta, tres hojas en madera, casi sin vidrios, las mamás se paraban –había un límite implícito que les impedía avanzar hasta el interior del salón—y empezaban a disparar las cámaras de sus celulares.
Fotografiaban con la extrañeza de los iniciados. Buscaban reflejar el desastre, exorcizar la angustia de que sus hijos, a lo mejor, pudieron estar cerca de las llamas, caminar de lado por ese infierno de madera en combustión.
El viernes, a las 14.42 alguien dio la alarma de incendio –un correveidile—y todos los chicos fueron llevados a la calle, alejados del incendio, y desde entonces los nenes esperan volver a clase. Quizá el martes vuelvan, con una semana sin clases por culpa de la quemazón.
Los directivos de la Escuela Rivadavia escogieron esa solución a la otra: mudar a sus alumnos a otros colegios sería el mal mayor. La mayoría optaría por abandonar, sin siquiera aventurarse a ver qué les espera en la nueva escolar.

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.