Una ermita, al costado de la ruta, es testigo silente de lo que ocurrió ahí, veinte días atrás: una monumental fiesta, muchos disfraces, la exhuberancia de lo efímero.
La ermita tiene una virgen, y la foto de un finado, y muy probablemente la noche monumental de hace veinte días nadie –ningún mortal– habrá reparado en su presencia.
Ahora, la claridad de un sábado de octubre, el silencio de un campo que una noche se iluminó con las luces monumentales, descubre su presencia, ahí, a un costado.
La hermita está junto a una cerca, esa cerca que se instaló de modo paralelo a la ruta, y que delimitó el área de la fiesta. La cerca, veinte días después, todavía está, y allá, a lo lejos, en el centro de ese amplísimo predio, poco más de 8 hectáreas, hay un puñado de obreros desmontando el montaje de la gran fiesta.
Cerca de un monte chato, la cabeza gigante de un gigante descansa sin que nadie piense que eso fue, por una noche al menos, un gigante de ensoñación. Al lado, hay una grúa desarmando el armado de la escenografía de la última Fiesta de Disfraces.
La Fiesta de Disfraces, que le ha puesto un sello a la ciudad. Una fiesta que empieza y termina en una noche: como un cuento zonzo, esos que empiezan bien y terminan mejor.
Sólo que acá hay gente, muchísima gente, que se disfraza, que vibra, que baila, que canta, y que se suma a esa gran juerga que es, cada año, la Fiesta de Disfraces.
Por una noche, todos son otro: un disfraz aporta la magia justa, necesaria para trasvestirse.
Ahí, en este campo ralo, donde este sábado un puñado de obreros desmonta el montaje, fue la última Fiesta de Disfraces, el domingo 9, en un predio rutero del Acceso Norte, entre Jorge Luis Borges y Juan Morath.
Pero ahora, de toda aquella magia, no queda nada.
Todo mundo se quitó el maquillaje, los disfraces se guardaron en el ropero, y cada quien volvió a su ritmo de siempre.
Hasta el año que viene.
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.